sábado, 23 de noviembre de 2013

DÍA DE CÓRDOBA
13 de noviembre de 2013




Reseña de Marina Bianchi sobre el libro Manuel Gahete [el esteticismo en la literatura española] de Antonio Moreno Ayala en la revista Quaderni Iberoamericani



domingo, 3 de noviembre de 2013

MANUEL DE CÉSAR: CUADERNO DE CÁDIZ

Manuel de César es una leyenda viva. Y, como todas las leyendas, guarda ese aroma confrontado entre la realidad y el misterio. Hubo algún momento en la historia de esta ciudad, que tiende a olvidar pronto, en que Manuel de César era mentor de cultura, luz fulgurante, presencia imprescindible. Su dicción perfecta, su gesto mesurado, su mirada serena contrastan y completan una arrebatadora personalidad que no podrán marchitar nunca el tiempo y la distancia.
Son muchas las acciones valiosas en las que Manolo ha dejado su huella: el Grupo Zubia con su dilatada trayectoria y su acervo de publicaciones, una asignatura pendiente para la historia de la cultura en Córdoba; el Ricardo Molina de Poesía, decano de los premios cordobeses que permanece, a pesar de las mutaciones, con inmarcesible empeño; la Fundación Paco Natera, crisol de géneros y espacio de diálogo, con una vital y provechosa interacción en la provincia; la colección Polifemo que permitió dar a conocer la obra de muchos poetas del ámbito provincial que, casi desconocidos entonces, alumbran hoy con luz propia; y la colección Galatea, para prestar ese necesario homenaje a poetas reconocidos. Es asimismo memorable su relación con el Ateneo de Córdoba, del que es socio fundador y, por algún tiempo, miembro de su junta directiva, participando activamente en la creación del Aula Juan Bernier y el premio de poesía homónimo de cuyo jurado formó parte durante muchos años.
Es singular y vivo el sentimiento que me une a Manuel de César desde el año 1985 en que nos conocimos, aunque yo le seguía los pasos hacía tiempo desde la norteña distancia de Fuente Obejuna, a raíz de la X Convocatoria del Premio Ricardo Molina de Poesía que me hicieron el honor de otorgarme, con el libro Nacimiento al amor, reeditado este año en la cordobesa y primorosa editorial DePapel a cargo del infatigable y épico Manuel Patiño. Recuerdo, como si fuera ayer, aunque el tiempo pasa para todos inexorable, aquella presentación. Evoco a un jovial Manuel de César haciéndome vibrar mientras leía los versos del poema “Araña” y me hacía sentir “extrañamente importante”.
Después nos han unido la amistad y los libros, los amigos comunes y algunos proyectos conjuntos, en los que él llevaba siempre la voz cantante, porque, aunque distante ahora del mundanal ruido, nadie puede negarle haber sido durante mucho tiempo, y por diferentes razones, el referente álgido de la poesía cordobesa, a quien algunos envidiarían pero la mayoría admirábamos y pretendíamos emular, haciéndonos eco de ese proverbial adagio que repetimos como muletilla léxica acerca de querer parecernos a alguien cuando seamos mayores.
Hoy regresa a Córdoba, rodeado todavía por ese hálito de profecía poética que siempre nimbó su figura, para leernos poemas de su último libro Cuaderno de Cádiz, publicado en la colección cordobesa Daniel Leví al cuidado de la Asociación Cultural Andrómina, que es como decir Elena Cobos, digna también de un atento homenaje porque ahora se cumple cabalmente en esto de la edición lo que Larra proclamaba en el siglo XIX con lastimera –y hasta cínica– intensidad sobre la escritura: “Escribir (…) es llorar, es buscar voz sin encontrarla, como en una pesadilla abrumadora y violenta”. Algo de aventurera o heroína tiene la Cobos a la que no le duelen prendas cuando de emprender se trata.
Después de algunos años de silencio, Cuaderno de Cádiz recobra al poeta montillano más íntimo e irónico, modulado por la mudable edad que nos acrece en errores y virtudes, aunque Manolo es como los buenos vinos, no se agria, mejora con el tiempo. Libro unitario que evoca el horizonte de la eólica ciudad de Andalucía, se aprecian temas axiales, paralelos, confluyendo alternativamente como la misma vida a través de las páginas.
Manuel de César comienza el libro con un poema de clara ascendencia mediterránea, siguiendo las leyes ancestrales de los poemas épicos y su adoración por las esferas naturales, más bellas cuanto menos tocadas: islas, mares, vientos, voces que nos remiten al pasado pero con aliento trascendente, reclamando a los jóvenes ese sendero nuevo que les toca hollar, a veces sin fe, sin esperanza: “El viejo drago sueña con las islas / donde debió crecer lento y alegre / (…) / Un color de tristeza le sube por el tronco / y atestigua su pena honda e inconsolable (…) / El viejo drago aplaca su añoranza / con vuestras voces jóvenes / (…) / y vuestras risas / las repite después en lo más alto, / en los blancos corimbos de sus flores” (El viejo drago, p. 19).
Suena a las lecciones humanas de Kavafis, con su eficiente ironía y su elegancia grecolatina; a los sensoriales poemas de Elitys, persiguiendo a las jóvenes muchachas “que aman los abrazos de los lirios y cantan la melodía de la hondura del cielo; esos grandes poetas, conocedores de los poemas solemnes que ornaron las obras de los simbolistas, parnasianos y surrealistas franceses, optando a resultas por una dicción con escasa retórica, cercana a la materia de las cosas sencillas, los objetos vulgares y las gentes anónimas, con ese leve toque de adulzada ironía, capaz de enternecernos y adentrarnos en su mágico círculo: “Hablo, pues, de mi vida, / de lo breve que ha sido / fugaz entre los versos / y tan cercana al fin” (La palmera niña, p. 21).
Frente al poeta romántico, que ligaba nuestro absurdo o caótico destino a los fenómenos naturales, De César contempla la naturaleza como un territorio perdurable, que nos cobija o nos derrumba pero siempre elevándose sobre nosotros, con su eterna primavera y su fertilidad inmarcesible. Manolo es un amante de los árboles. Así titula, en este libro, dos de sus composiciones: “Árboles” y “Los árboles”. En su andadura literaria, este tema también ha procurado la creación de libros que, sin soslayar el tono poético, buscaban el acento erudito y diligente de quien conoce y profundiza. No olvidamos que es coautor de los libros Los árboles de Córdoba, La flora de los patios andaluces (III premio Joaquín Guichot) y Parques y jardines de Córdoba y su provincia. Quizás porque los árboles recuerdan, ya verdes, ya envejecidos, el ciclo humano y sus contrastes inasibles: “Los adelfos florecen / venenosos y dulces. / No sé si sus contrarias / virtudes te enseñaron / como a mí, que está el cielo / al lado del infierno” (“Árboles”, p. 29). “Amados árboles (…) / de la arbolada Córdoba” (“Los árboles”, p. 61), campos interiores que fue dejando para adentrarse en la savia salina de otros árboles, en el ocaso de la espuma y las gaviotas, en el latido de las olas, en el mar adentro de la noche, “negra pantera exhausta bajo el cielo estrellado” (“El mar de noche”, p. 59).
El tiempo que lo pervierte todo no ha conseguido empecer el vitalismo de Manolo, que sigue evocando sin angustia el aroma de lo perdido, proyectando renovado ardor a lo que queda de lo amado, avivando los deseos adolescentes como si el tiempo no tuviera el poder de despojar las ilusiones y los sueños. Pleno como está el libro de elegía y añoranza, en él fulgura la candidez, el goce, la ironía y el desenfado de un poeta que sigue asistiendo visionario a la danza que activa el cuerpo undoso de la reina del carnaval, persecutor de andariegas garbosas, circunspecto voyeur de los senos desnudos de una joven bañista, admirador huyente de la chica de rojo, cómplice del afeite festivo de una alegre muchacha, buscador de dones en una camarera francesa de paso en el chiringuito Malibú.
A fin de cuentas solo para sufrir el silencio de la mujer que amas, frente al helado anclaje de un tinto de verano, esperando el regreso del olvido, dejando que el chocolate prive a la vida de luz o de tristeza, imaginando cuál sería el regalo más amable, quizás ese poema que reescriba la ciencia de estar enamorado. Manuel transita entre palabras dóciles, adiadas, las que conoce bien y prenden en su corazón memorias visibles; palabras que expresan emociones torrenciales, sumadas a otras emociones de calado más íntimo, como un río subterráneo bajo el lecho de un superior y caudaloso río. Por ello, las enumeraciones son un recurso corriente en el decir poético de Manuel de César, abriendo nuevos cauces a la mera significación, permitiendo que la palabra libere su caudal ingente de riqueza, ampliándose, revivificándose, creando un universo de voces expandidas donde litigan la luz y la sombra, la oscuridad y el resplandor.
 Y siempre Córdoba, como telón de fondo, abstinente y lorquiana, “Hablar de ti cuando te tengo lejos / oh ciudad cuyas calles paseo de memoria” (“Córdoba”, p. 13), flor en la lejanía, pero nunca flor pisoteada, “por cuyas plazas vuelvo por si de nuevo siento / la juventud perdida” (Id.). Decía Gracián que lo único que realmente nos pertenece es el tiempo. Incluso lo tiene quien no tiene nada. Como buen epicúreo el poeta habita el tiempo que se escapa administrando sabiamente placeres y dolores, placeres serenos y dolores soportables, como una barquilla firme en la vorágine del mar tempestuoso, dejándonos en los sentidos la impactante razón de un puñado de versos: “Sentado frente al mar y al sol que muere (…) no tengo otra memoria (…) solo que estés aquí, justo conmigo / sentada frente al mar y al sol que muere”. Como si fuera ayer. Tú con nosotros.